Pedir perdón...

¿Cuántas veces habremos pedido perdón por el resultado de un acto que se escapa de nuestra voluntad? ¿Cuántas? Muchas, supongo que demasiadas... y no es eso lo que más preocupa sino todas aquellas que aún quedan por llegar... Es injusto tener que disculparse por algo de lo que no se tiene el control pero a su vez es inevitable e incluso necesario. Es un acto agridulce. Injusto y a la vez justo, si es que es posible este acto tristemente dicotómico y cotidiano. ¿Porqué? Por muchas razones. Una de ellas es el sentimiento de culpa que se apodera de cada centímetro de nuestra piel después de no haber sido capaces de anticiparnos a ese instante de placer que sentimos en un momento inapropiado, fuera de lugar, en un instante confundido por la impotencia y el miedo pero que se presenta fugaz e inevitable, sin haberlo visto venir... aunque siempre intuido y temido. Otro podría ser la necesidad de re-establecer algo que nunca deberíamos haber tambaleado y que se presenta, como ya digo, inevitable antes nosotros provocando ineludibles efectos colaterales en aquellos que no pretenden más que reciprocidad ante nuestra piel... cual reflejo en un espejo, en el que no encuentran refracción. Por tanto, mientras nadie nos proporcione razones para hacer lo contrario continuaremos pidiendo perdón por no ser capaces de anticiparnos, por no ser lo que nos gustaría ser...